Inclinaros

"Ay, amores pastoriles,
a nada humano puede conducir tanta natural verdura y florecilla:
la senda de retorno al paraíso tan sólo es recorrible a cuatro patas"

(Luis Felipe Fabre, libro editado por Black & Bermelho)

Sbarra y la disolución

La vida nos fue hundiendo en pozos diferentes, ninguno de nosotros palpó la serenidad.
Los dos a oscuras; en ciénagas drogas, abismos, o rutinas; pero los dos con vendas en los ojos, con el alma amortajada y con la implacable corrosión que provocan las lagrimas que caen hacia adentro.
Los dos identificados por la misma clave: el fracaso.
El fracaso en el amor, el fracaso en el arte, el fracaso en la sociedad, el fracaso en el intento de vivir sin engaños.
Los dos lastimados por las púas de la indiferencia
de los seres agraciados,
de los inteligentes para el dinero,
de los adaptados,
de los que jamás se cuestionarán algo que de antemano
palpitan que quizás no tenga respuesta,
de los felices cobardes que alimentan con embustes sus tranquilas conciencias.
Los dos viviendo. Es el paradójico desenlace de nuestra tragedia.: seguir con vida cuando se agotaron las esperas.
Los dos sentados en las gradas del circo cuando terminó la función y con ella, naturalmente, también la magia.
Y los dos estamos solos. Flotando como corchos en el océano nos miramos el uno al otro, pero no podemos ayudarnos.

Los dos poseemos lo mismo: promesas incumplidas, ausencias inaguantables, anhelos no concretados y una antigua e inmensa acumulación de soledad.
Y los dos necesitamos exactamente lo contrario. Por eso al cruzarnos en este absurdo derrotero, flotando como corchos, sólo atinamos al sarcasmo, esa terrible arma de doble filo que acaba por herir más profundamente al que la empuña que al que recibe la estocada.
Los dos sangrando por algún costado, la diferencia es despreciable. Y a la larga, la tristeza nos domina con la dañina voracidad de un cáncer a los dos por igual.
Los dos altruistas y capaces de la mayor bajeza al mismo tiempo.
Los dos juntos, pero separados por esa ineludible condición de dolor.
Los dos con nuestra sensibilidad golpeada contra las paredes de la vida cotidiana.
Los dos predestinados al error, a equivocar siempre el camino y a encontrar lo ansiado a destiempo.
Los dos incapaces de construir una torre que nos salve.
Los dos obligados a representar una farsa sin autor.
Los dos, en definitiva, sin saber por qué.

(José Sbarra, "Obsesión de vivir, XIV")

Agudeza

Cuando decimos que la copa está llena, es que ya desborda.

(Jean Luc Nancy, "Embriaguez")

Habla el bufón

"Ahora bien, ¿cómo puedes pedirme que renuncie a una teoría de la imitación de los animales? Dos palabras, nada más, sólo para sentirme en regla y hacer que te diviertas de forma no carente de nobleza. He escrito «imitación de los animales»; pero quisiera que quedara claro que se trata de una imitación iniciática, como el fiel imita al dios que electivamente le pertenece. Además, imitar al gato no quiere decir fingir que se es el gato, lo que sería innoble, ni ridiculizarlo, que sería imposible; yo diría más bien que se trata de poner en práctica una danza gatesca cuya finalidad es la de rememorarte que, hasta ahora, nadie ha intentado ni siquiera identificar el concepto de «súbdito» en homenaje a tu soberanía. Me vuelvo gato para verificar en la forma mental del gato mi vocación bufonesca, por una parte, pero también para experimentar mi dependencia hacia ti en cuanto gato. Pero quisiera ser más preciso e intolerante. Si yo me agato, y soy bajo especie gatesca bufón y súbdito, sigo estando pese a todo dentro de lo verosímil; pero si me vuelvo dragón, eso quiere decir que yo verifico mi disponibilidad a bufonear como dragón, pero sobre todo que delineo las buenas maneras del dragón súbdito; y puesto que entre las convenciones del alcázar ésta se da, según la cual el dragón no existe, eso significa que la vocación metamórfica -no transformista- me ayuda a presentarte a tus súbditos invisibles, es más, absolutamente inexistentes. Presentaré el recurso de las anfisbenas, de los basiliscos, de las serpientes marinas, y de cualesquiera formas cuya condición de súbdito tú te dignes suponer, o incluso de cualquier nombre: querrás tal vez que te hable brevemente del agatosaurio, un dinosaurio que fue famoso sobre todo por sus obras pías: educación de huerfanitos, colectas para viejos aligatores, abolición de sacrificios animales, sustituidos por inocuos sacrificios humanos. El agatosaurioo tenía un colorido pálido, llevaba gafas, y había desarrollado un sistema simple y funcional de escritura: los Recuerdos de colegio de un agatosaurio han sido todo un clásico secular de los gianodontes, leído a veces como texto educativo, más a menudo como humorístico. ¿O el optodonte, con los ojos dotados de dientes? ¿El rinóptero, enorme ala que se mueve gracias al aire aspirado por una única nariz inmensa? ¿El onicodonte, ingenioso sistema de dientes que comían uñas, y de uñas que excavaban en los hiatos entre los dientes? ¿Y el famoso, el temible, el inquietante, el unedopto, el nadie dotado de ojo? Vamos, ¿quién no se ha sentido escrutado por ese ojo que ni siquiera tenía obligación de existir para mirar en tu corazón? El anacardio, a propósito, fue un animal producido por la evolución para competir con el unedopto; en efecto, el anacardio carece de corazón, alegóricamente, puesto que ello no quiere decir que no tenga vida interior, no sentimientos, no afectos, no deseos, no esperanzas, no perspectiva. Según ciertos zoopsicólogos, el nombre anacardio es en realidad deliberadamente ambiguo: efectivamente, no quiere decir que no tenga corazón, sino que el corazón está en lo más alto; para ser más exactos, que el corazón está en otra parte, fuera del anacardio, y el ojo, escrutando las íntimas vísceras morales del anacardio, no encuentra nada en absoluto, porque el mundo de las pasiones del anacardio, en conjunto abyecto y funesto, se ejercita por completo en una minúscula víscera que se encuentra en la cima de un árbol, sobre un rascacielos. O depositado sobre las alas del pterocardio, un pájaro cuyo oficio es precisamente el de transportar por el aire los corazones que de esa manera intentan sustraerse a la indagación del ojo nadie. En efecto, hay animales que delegan en otros la tarea de pensar o bien utilizan para sus propias fantasías más temerarias extremidades de otros animales: las rayas de las cebras, los omatidios de los insectos, los élitros, la piel palmada del pato mandarín -sólo de ése- inspiran pensamientos homicidas e incestuosos de colúbridos, mantisas, microjirafas -estas últimas son jirafas proyectadas para el transporte en la baja sabana de los malos pensamientos de las jirafas de serie, cuya estatura les obligaba a una insensata e intolerable vida virtuosa-. ¿Lo ves? Es prácticamente imposible, si no dentro de las reglas férreas de nuestra urbanidad, distinguir al bufón del teólogo, pero no olvides que yo, en cuanto teólogo ad personam, soy también tu geógrafo imperial, el único que puede ambicionar describir aquello sobre lo que tú, en la acepción de ti más enfática pero en verdad más coherente, perennemente gobiernas, y ejerces justa injusticia. Zoólogo y teólogo son también a su vez dos palabras no casualmente semejantes; en efecto, reconociendo en mí una esgrafiada pero imborrable naturaleza gatesca, o serpentesca, o tigresca, yo sondeo las potencias jamás agotables de la creación, de la cual soy solamente la conciencia bufonesca, pero conciencia soy; y puesto que tú, en cuanto tirano, no estás obligado a semejante conciencia, al contrario, acaso la rehuyas, es tarea mía rememorarte no sólo, como ya te he dicho, la polimorfia del concepto de súbdito aplicado a ti, sino también ayudarte a no olvidar que en cuanto partícipe de la felinidad eres reconocido por los gatos y, en cuanto consciente de la reptilidad, las serpientes te ofrecen sibilos obsequiosos; pero no basta: yo soy la conciencia bufonesca de todo ello; es decir, que no soy la conciencia del reptil, sino la carcajada del reptil; puesto que mis pullas, concebidas en ese ámbito, son las pullas de los animales; sea de aquellos existentes como de los no existentes. Por lo tanto, yo soy también la conciencia bufonesca de aquello que no existe; la autoconciencia, la risa de las ingeniosas formas de la nada. ¿Ríe también el unedopto, ojo de la nada? Ríe, ríe."

(Giorgio Manganelli, "Encomio del tirano")
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