Las lecturas posibles

Apenas una ráfaga
Cuando en la aislada oscuridad de la choza de mi selva recorro los textos que guardo en la memoria, se alumbran los recuerdos que mil veces despertaron mis anhelos sexuales.
San Agustín, en el invierno de su existencia, se culpaba por haber cedido a la atracción que emanaba del bello cuerpo de un compañero de juventud. Sin embargo, no sentía culpa por haber abandonado a su mujer en la mitad de la vida, cambiándola por varones con los que convivió hasta el final.
Antonio el Eremita se abismó en el desierto buscando purificarse. Y como sin tentación no hay virtud, a falta de aparatos televisivos u otros estímulos impensables por aquellos tiempos, las seducciones se filtraban entre los remolinos de arena ofreciéndole espejismos de coitos aberrantes, vaginas vomitando lagartos, anos atravesados por renacuajos, senos brotando lentamente de cuerpos aduraznados, muslos dorados, guiños de lentejuelas entre los que el santo varón besaba vaporosas bocas como quien saborea cerezas maduras.
El romano Tiberio entregaba su sexo a las mucosas tibias y desdentadas de los lactantes. En la cueva azul caprina los senos chorreantes de las nodrizas seducían desde lejos a infantes hambrientos colocados entre las piernas del señor. Los bebitos, al no poder alcanzar el jugo de las robustas matronas, se prendían golosos al glande real. Las viscosidades surgían desde las profundidades del vientre néctar. El emperador gozaba tiernamente lameteado por sus pececitos.
El tebano Edipo coincidió con la voluptuosidad de su madre. La tragedia reciclada por el psicoanálisis habla de crímenes, acertijos y suicidios, nada dice, en cambio, sobre la indudable connivencia entre madre e hijo. Y, a pesar de que el mito sembró pistas acerca de los sobreentendidos de la pareja, no sabemos por qué ni a Freud le interesó investigarlos.
Las bíblicas hijas de Lot emborracharon a su cándido padre y lo manosearon, refregaron y chuparon hasta provocarle dos erecciones sucesivas, mediante las cuales lograron sendas fecundaciones incestuosas. De más está decir que el papá no se dio cuenta de nada.
Otra joven bíblica, en este caso esclava, cuyos ojos no envidiaban la transparencia de la miel del Líbano, fue violada y embarazada por su propietario en una cama preparada por la mujer de éste, la honorable Sara.
En el Nuevo Testamento, una esposa adolescente dio a luz sin haber cohabitado con su esposo y, en lugar de sufrir repudios -como lo exigirían los códigos morales-, logró muy alta estima no sólo de su consciente marido sino también de legiones de admiradores.
Mis oraciones concluyen cuando comienzan las fantasías surgidas de tantos textos sagrados y profanos que, como goteras empedernidas, repiquetean en mi cabeza. Rezar antes del solitario regodeo me otorga una especie de licencia para gozar. Me arrojo en mi camastro y escucho los cuchicheos del pasado mientras mis manos tanteándome en presente me brindan una especie de felicidad, apenas una ráfaga. Eso me basta para entrar sosegado en el sueño. Pasarán unas horas, al alba bajaré al río en busca de agua fresca. Luego subiré el escabroso sendero donde trinan las aves como si acompañaran mis himnos sagrados. ¿Aparecerán las mariposas amarillas?

(Esther Díaz, El himen como obstáculo epistemológico, 2005)

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