Se puede pensar rápido en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perderán. Pero es inútil eludirlo: está el silencio. Aún el peor sufrimiento, el de la amistad perdida, es simplemente fuga. Ya que si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -como arde, Ulises, por ser llamada y responder-; temprano se descubre que no te exige nada, tal vez sólo tu silencio. Pero los de la masonería saben de esto. Cuántas horas perdí en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga -como esperé en vano ser juzgada por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forjadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano finalmente mostrar su indignidad y ser perdonado con la justificación de que se es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre, Ulises -no quiere tu indignidad. Él es el Silencio. ¿Él es Dios?
Se puede intentar engañarlo también. Se deja que el libro de la mesa de luz se caiga al suelo como por casualidad. Pero -horror- el libro cae dentro del silencio y se pierde en su muda e inmóvil vorágine. ¿Y si un pájaro enloquecido cantase? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría el silencio como una leve flauta. Lo que más se parecía, en el dominio del sonido, con el silencio, era una flauta.
Entonces, si hay coraje, no se lucha más. Se entra en él, ¿se va en él al Infierno? Se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que se entre. Que no se espere el resto de la oscuridad dentro suyo, solamente él. Es como si estuviésemos en un navío tan descomunalmente enorme que ignorásemos estar en un navío. Y si este navegase tan eternamente que ignorásemos estar yendo. Más que eso un hombre no puede. Vivir al borde de la muerte y de las estrellas es vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay ni siquiera un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse delante de la Nada solo y solo latir en silencio de una taquicardia en las tinieblas. Sólo se siente en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta todo desnudo, ni siquiera es comunicación, es sumisión. Porque no fuimos hechos sino para el pequeño silencio, no para el silencio astral.
Si no hay coraje, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad delante del silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se esparce desde dentro nuestro. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio sino el auxilio bendito de un tercer elemento: la luz de la aurora.
Después nunca más se olvida, Ulises. Inútil incluso huir hacia otra ciudad. Pues cuando menos se espera se lo puede reconocer -de repente. Al cruzar la calle en el medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de decir una palabra. A veces en el propio corazón de la palabra se reconoce el Silencio. Los oídos se asombran, la mirada se aclara -helo ahí. Y esta vez él es fantasma.
(Clarice Lispector, El aprendizaje o El libro de los placeres, p.44-45)
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